¿Cómo conseguir los objetivos que queremos a través de manifestaciones pacíficas logrando así entrenar y poner en manifiesto un tipo de activismo no violento? Mi relación con la meditación no comenzó hasta estar yo bien entrada en la década de los veinte. No obstante, cuando empecé a practicarla me di cuenta que algunas sensaciones que experimentaba y beneficios que empezaba a palpar, me retrotraían a sensaciones que había tenido anteriormente durante mi infancia, sobre todo en cuanto a la sensación de paz interior que invadía mi mente al meditar y la certeza de saber que emanaba a través de mi esa energía positiva hacia quienes me rodeaban.

En una ocasión recordé un momento exacto de mi infancia que se me quedó grabado en mi memoria. Me crié en una zona conflictiva de España, asediada por una nacionalismo atroz, castigada por el terrorismo y terriblemente herida por los conflictos sociales que escalaban por esta problemática. En este contexto, mi madre siempre fue un referente en mi forma de asimilar y confrontar esta problemática. Ella me educó en el activismo y me enseñó a reivindicar nuestros derechos, a usar mi libertad para alzar mi voz en contra de las injusticias que empobrecían nuestra forma de vida. Desde que tengo uso de razón me inculcó la vena activista llevándome a toda clase de manifestaciones, reivindicaciones, charlas y demás eventos.

Recuerdo que en más de una ocasión pasé miedo; miedo por ser reconocida por otros, miedo por ser criticada por el activismo que llevábamos a cabo, miedo por ser identificada de manera equivocada con etiquetas que no me definían… pero de alguna manera siempre apoyé en mi fuero interno la faceta activista que mi madre desarrolló y trató de inculcar en mí. Tengo sin embargo bastante vivo el recuerdo sobre una manifestación en particular donde el miedo que sentí fue por primera vez otro; el de mi integridad física. Si bien mi madre siempre había huido de la violencia y había tratado de escapar de todo contexto donde se palpara la escala de la misma, una vez nos vimos involucradas en una manifestación ilegal que tanto la policía como los manifestantes contrarios a nuestros ideales intentaron reventar varias veces. Íbamos al final de la manifestación, extremo que perseguían ambos bandos. En medio del alboroto y de la confusión, de repente todos los manifestantes empezaron a darse la vuelta y a encarar a aquellos que nos perseguían, de modo que de pronto pareció que estuviéramos encabezando una nueva marcha. El caos empezó a ser mayor, los ánimos a crisparse y el ambiente a caldearse. Recuerdo a mi madre agarrándome fuerte de la mano y a mí percibiendo sus dudas sobre si sería correcto marcharnos en aquel momento o quedarnos. Y de pronto empezamos a ver que las personas a nuestro alrededor empezaban a sentarse, dejaban de gritar y comenzaban a acomodarse en el suelo en silencio. Mi madre hizo lo propio y me invitó a sentarme con ella. Fue un momento ciertamente surrealista, pues pasamos del alboroto y el ruido a la quietud y el más puro silencio. Nunca supimos de qué manera empezó, quiénes tuvieron la visión, quién se sentó primero, por qué los demás le siguieron. Pero cuando el instinto era huir o como poco enfrentar, la respuesta fue mostrar calma.

Aquel día fue una lección que llevaré conmigo siempre. Aprendí que el activismo no lo es menos por no sucumbir a la violencia, y que precisamente, todo lo contrario, el silencio, la concentración y la quietud, cuando se hacen en masa, pueden tener una repercusión inmensa.

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